Plan Eternidad
La Iglesia católica es, en la práctica, es una gran empresa privada asegurada por la financiación pública y con privilegios fiscales
Acostumbrados como estábamos a un Apocalipsis por día en la época en que en
España gobernaba el Ángel Malo, y sembraba el terror su temible ministra de
Igualdad, es de celebrar el nuevo espíritu jovial y emprendedor de la Iglesia
católica. Cuando la Iglesia española se destensa, cuando monseñor Rouco no está
eternamente enojado, cuando repica con alegría la sintonía de la Cope, hasta la
cartografía se relaja y España parece el auténtico e increíble escenario de
Españoles por el mundo. Más importante que cualquier medida del
Gobierno, es que la principal empresa espiritual de España lance un plan de
empleo hacia la eternidad: “No te prometo un gran sueldo; te prometo un trabajo
fijo”. En mi bar preferido, por vez primera la peña ha escuchado con cierta
devoción al portavoz episcopal. En el concordato de 1953, el Estado español ya
reconocía a la Iglesia la condición de “sociedad perfecta”. Y Franco firmaba con
esta declaración a Pío XII: “Postrado ante Su Santidad, besa humildemente
vuestra sandalia el más sumiso de vuestros hijos”. Todo el mundo tiene su
momento de humor. El caso es que la Iglesia no es una sociedad más, y no sólo
por su naturaleza religiosa. Es la más antigua y experimentada empresa. La que
fue “gran señora feudal” continúa a ser la mayor propietaria de patrimonio
catastral. En la actual depresión, hay paganos, incluso cristianos, que critican
la exención tributaria de la Iglesia, al tiempo que recibe miles de millones
(10.000, el pasado año) en transferencias del Estado. ¿Cómo definir este
estatus? En la práctica, es una gran empresa privada asegurada por la
financiación pública y con privilegios fiscales. La bicha de la Iglesia fue el
liberalismo. Ahora ha conseguido colocarse, como quien dice, encima del pastel.
¿Para qué cambiar esa “sociedad perfecta”? Lo expresó con respetuosa ironía un
paisano peregrino maravillado por las pompas del Vaticano: “¡Y pensar que
empezamos con un pesebre!”.
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